sábado, 21 de julio de 2018

Una valija perfecta


Se dirigió hacia el ropero y echó una mirada rápida. Tomó la valija gris, la única sin rueditas, y la apoyó sobre la cama. Comenzó por las camisas. Las abotonó una por una para después guardarlas. Pasó a los pantalones. Los dobló asegurándose de respetar las costuras de cada pierna. Permaneció atenta a que todo siguiera el orden previsto. Hacer las cosas bien requería concentración. Lo había aprendido en sus encuentros de meditación Zen: “Cuando como, como y cuando duermo, duermo; Debemos vaciarnos de pensamientos; Hacernos uno con la cosa”,  había repetido el maestro casi como un mantra. Imbuída en esas enseñanzas intentaba plegarse  por completo a cada cosa que realizaba.
“Seguro necesitará zapatillas y algo de ropa deportiva”- pensó- “Y no tengo que olvidarme de las medias y los calzoncillos.”
A pesar de que él no apreciaría ninguno de esos detalles, ya que había demostrado en repetidas ocasiones sus enormes aptitudes en desconocer lo sutil, confundiendo hábilmente lo superfluo con lo importante, también guardó el kit de afeitar y su cepillo de dientes.
Ninguno de esos detalles sería advertido, ella lo sabía. Sin embargo no parecía importarle. La valija quedaría perfecta  independientemente de que él lo notara. Tendría todo lo necesario. No encontraría  motivos para volver. Ella contaba con la lista en la que había detallado todo lo que era necesario incluir. A medida que iba guardando la ropa, colocaba una tilde en el costado derecho de cada palabra de modo tal que no aparecieran dudas una vez finalizada la tarea.
Estaba todo listo. Miró la hora en su celular. Contaba con tiempo para darse una ducha rápida antes de que él llegara. Después, se preparó un té de menta y le agregó una cucharadita de miel. “Perfecto”, se escuchó decir  en voz alta. Encendió un cigarrillo. Se alegró de que el atado estuviese casi lleno. No tendría que salir a comprar. Se echó en el sillón. Su cuerpo de pronto pareció hundirse en la pana negra como si la gravedad fuera a succionarlo.  Apoyó el cenicero sobre el hueco que nacía debajo de sus costillas.  Lo fumó  como si se tratara del último de su vida. Dejó el cenicero en la mesita ratona. Observó la colilla, vedette  rodeada de cenizas, y la asaltó el recuerdo del velatorio de su madre, del cajón,  del cuerpo muerto rodeado de flores.
A tiempo se abrió la puerta.
-Que stress el tuyo, fue lo que él dijo a modo de saludo.
-Está todo ahí, en la valija,  están todas tus cosas, se apresuró a decir antes que intentara  encontrar razones para seguir quedándose, como había hecho cada vez que le había recordado que debía irse, pues habían decidido separarse, hacía ya incontables meses.
-¡Uh, pesa como un muerto! Voy a tener que tomar un taxi, no sé si tengo plata, mejor la paso a buscar en otro momento.
Al oír esas palabras, se incorporó inmediatamente y lo miró inundándolo de todo el desprecio del que ella era capás.
-¿Qué pasa? -dijo él- lo único que falta es que también te moleste que la deje por unos días. Ni siquiera sé muy bien donde voy a ir. Me cansé de ser un títere tuyo. Necesito estar sólo para saber qué es lo que quiero. Mejor me voy.

Empujó suavemente la puerta hasta que trabó el pestillo mientras escuchaba cómo la valija lo iba arrastrando pesadamente escaleras hacia abajo. Tomó el cenicero y se deshizo de las cenizas. Esta vez, en lugar de usarlas como abono para sus plantas, las tiró en la basura.

Detalle de Fotografía tomada por Yvonne Venegas


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