Domingo. El mejor momento para tener un amante si
lo tuviera. Cierro los ojos. Estás en una esquina. Anochece. Estás contento de
verme y no intentás disimularlo. En tus ojos brilla el resplandor de tu ansia.
Me abrazás fuerte, como lo hacés cuando el solo
roce con
mi piel te excita. Me agarrás la cintura apretando con firmeza. Querés hacerme
toda tuya en un instante, arrancarme a mordiscones. Me besás
la boca con furia y me arrinconás contra la persiana baja de un negocio cerrado.
La calle está desierta, ni un testigo para tu voracidad sabrosa. Nada interfiere entre tu boca y mis hombros. Te detenés donde nace mi cuello, para saborear con
tus dientes la piel fina que cubre mis huesos. Podrías devorarme si
lo desearas. Me ofrezco como tu presa. Te digo: "quiero que me muerdas
toda". Hacés caso como si fuera palabra santa. En tus gestos no hay
sombra de duda ni de vacilación. Puedo sentir el surco que van dibujando tus
garras. Me duelen tus dientes filosos. Ahí mismo, donde el dolor se impone,
irrumpe un goce que sirve de puente a nuestros cuerpos. Apoyás tus manos donde nace mi garganta, ejerciendo presión. Siento el paso del aire
entrecortado y el bombeo excitado de mi corazón. Escucho tu respiración
agitada. Podrías
matarme si lo desearas. Ya no sé quién soy, qué forma tengo. Advierto la llegada del momento en que nada importa. Me dejo ir. “Estoy contenta”, digo.
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