viernes, 9 de noviembre de 2018

En procesión

Sus brazos no le alcanzan para sujetar la maraña hecha con el sweater y el abrigo. Están a punto de tocar el suelo. El tamaño de sus muslos, el peso de la palma de sus manos tampoco parecen alcanzarle. Su bolso que aparenta albergar ropa para varios meses se desparrama sobre el único lugar disponible en el que todavía puedo sentarme. Sus manos sujetan un teléfono celular. Viaja abducido por las ondas magnéticas que de él emanan. No llego a divisar la imagen frente a la cual combustiona su masa amorfa. Su mirada permanece hundida en la pantalla mientras, inadvertida, mi presencia se cuela por la hendija que por descuido él todavía no ocupa. ¿Su manera de ejercer el espacio dará la medida de su egoísmo?
En diagonal un hombre con el aspecto de quien carga ilusiones vencidas a golpes de injusticias e infortunios me observa regularmente cada vez que, indecisos entre dormir o permanecer despiertos, sus párpados apenas se entreabren.
En el centro del vagón un dúo de bailarines callejeros coreografían la inestabilidad que el subte les provee. Un sonido que merecería ser de radio-grabador si la época lo permitiese emana un clima de percusión metálica sobre el que ellos se divierten con un guiño de profesionalismo. Mezclan ondas urbanas que llaman de un modo que no alcanzo a registrar. Les dejo dos billetes de 10 pesos que el que pasea la gorra agradece. Le digo: “gracias a ustedes, hay que bancársela” mientras bajo la mirada y lo espío sonreír.
Danza de miradas en procesión macabra. Celebran el Día de los Muertos. Convocadas por el rito, asumen un riesgo doble. Salvar al elegido del olvido con el que lo amenaza la distancia que impone el paso del tiempo. Desprender la baba adherida, esa que ya se confunde con la propia piel , así fuese necesario arrancar sus sedimentos de a pedazos, y ofrendarlos en un sacrificio privado e íntimo.
Una vez despojadas, vacías ya de nostalgias, acuden por fin a la cita.

Santiago Caruso





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