10:04 Am. Estoy en el consultorio esperando al primer paciente del día. Debió haber llegado 9:30. Hace media hora.
Hace exactamente media hora que sigo tomando mate mientras espero. Hay días que detesto
tener que esperar. Hoy es uno de esos días.
Otras veces, confieso, íntimamente lo agradezco. Guardo la vajilla que se secó durante
la noche. Barro la cocina y por qué no el pasillo de entrada.
Hago mi cama. Saco la ropa que puse a lavar ni bien me levanté y lo cuelgo en la terraza.
Ordeno un poco la casa. La metonimia doméstica, como suelo llamarla, tiene un nosequé para mí. Despliega el enorme
potencial de mi alter ego “la hormiguita trabajadora”. En esas ocasiones el
timbre del paciente me toma por sorpresa, casi como un imprevisto
entre tanta debida obligación. Son muchas las ocasiones en las que, todavía con los guantes de látex cubriendo mis manos, previo suspiro, por el portero eléctrico respondo: "un minuto".
Pero hoy es uno de esos días en los que la espera cobra
su verdadera dimensión de sinsentido. Tiempo verdaderamente perdido. Irrecuperable.
Cuando me desperté el cielo prometía nubosidad en aumento y posibilidades de chaparrones para nada aislados. A pesar del pronóstico, si no hubiera sido por el hecho de que hace cuatro días llueve sin cesar y que la soga desborda de ropa chorreante que lavé la mañana de la tarde del día que comenzó a llover, seguramente hubiera iniciado un lavado al tiempo que me preparaba mi primer termo de mate. Pero no. Resultaba imposible arriesgarme a semejante posibilidad acumulativa de materia pendiente, descontando la injusticia de privarle la prioridad de lavado a la humedad textil que languidece en la terraza.
Cuando me desperté el cielo prometía nubosidad en aumento y posibilidades de chaparrones para nada aislados. A pesar del pronóstico, si no hubiera sido por el hecho de que hace cuatro días llueve sin cesar y que la soga desborda de ropa chorreante que lavé la mañana de la tarde del día que comenzó a llover, seguramente hubiera iniciado un lavado al tiempo que me preparaba mi primer termo de mate. Pero no. Resultaba imposible arriesgarme a semejante posibilidad acumulativa de materia pendiente, descontando la injusticia de privarle la prioridad de lavado a la humedad textil que languidece en la terraza.
Muy a mi pesar, haciendo acopio de una férrea
voluntad, en un acto de puro estoicismo, me abstuve de iniciar ese primer lavado.
¿Cómo iba a imaginar que, entre las 9;50 -momento en que
curiosamente comencé a sentir esta espera intolerable- y las 10, comenzaría a vislumbrarse un haz de luz entre
tanta masa espesa de nube gris? ¿Cómo iba a suponer que iba a tener tiempo suficiente para colgar
el nuevo lavado e iniciar el del flagelo víctima de esa lluvia que parecía haberse vuelto eterna? Sólo un corazón desbordante de
optimismo hubiera podido, colocar la ropa sucia
dentro de la máquina, verter el jabón en polvo y el enjuague, y casi como con
un pase mágico presionar el botón de “encendido”, mientras repetía como un
mantra las palabras que tantas veces le había escuchado decir a su
abuela Luisa: “Siempre que llovió, paró”.
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