sábado, 22 de septiembre de 2018

El linyera de la cuadra

Lo vi cambiar de estilo de vida. Cuando lo conocí había instalado un sillón en la esquina de casa. Los vecinos solían llevarle comida que calentaba en una garrafa. Su novia lo visitaba algunas noches. En esas ocasiones se ponía un saco sobre la ropa que usaba habitualmente y buscaba en la radio algún tanguito para bailar. Tuvo que desalojar la esquina cuando demolieron la casa que estaba ahí. Lo vi deambular por el barrio vecino buscando algún techo perdido debajo del cual guarecerse. Tal vez por orgullo, o por cuidar su privacidad, nunca optó por mudarse a alguno de los edificios tomados de la cuadra. La calle parecía proponerle un hogar libre de ataduras.
Lo saludaba de vez en cuando. En esos tiempos llevaba la mirada hundida hacia adentro. No registraba la presencia de ninguno de mis vecinos. En mis pocas salidas, caminaba como autómata sin detenerme en los detalles del paisaje cotidiano.
Después dejé de verlo. Hace unas semanas anda de vuelta por la cuadra. Parece que trabaja con los cartoneros, o por lo menos para en lo de ellos. Paso por allí prácticamente cada vez que salgo y vuelvo a casa. Nuestros encuentros cotidianos transformaron el saludo en costumbre. No siempre responde. Hay días que parece extraviado, ausente. Como si su alma se hubiera fugado hacia abismos insondables. Sin embargo creo que le gusta que lo salude. Apenas hacemos contacto visual pronuncia un “hola”, en un tono medio canchero, y sus ojos brillan mientras baja la mirada haciéndose el distraído.
Hoy cuando salí de casa lo vi meando en la vereda. Miré en sentido contrario casi por impulso. Habré pensado que estando de espaldas no notaría mi presencia. Sentí vergüenza. Me sentí violando su intimidad. Me enojaba también que estuviera meando en “mi” territorio.  Ni bien terminé de pasar escuché nítidamente su “hola”.
El sonido de su voz me obligó a girar en dirección suya. Espontáneamente un “hola, ¿qué tal?” se deslizó por mi boca. Advertí que era la primera vez que le dirigía una pregunta. Él en cambio actuaba con naturalidad. No parecía sorprendido. Tampoco mi presencia parecía incomodarlo.

Yo no te meo la vereda- pensé mientras seguí caminando, todavía molesta. El eco de mi frase me hizo sentir ridícula. Imposible reconocer los límites de su territorio. Habitaba un lugar de líneas imprecisas que resultaban por completo evanescentes. 




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