Lo vi
cambiar de estilo de vida. Cuando lo conocí había instalado un sillón en la
esquina de casa. Los vecinos solían llevarle comida que calentaba en una
garrafa. Su novia lo visitaba algunas noches. En esas ocasiones se ponía un
saco sobre la ropa que usaba habitualmente y buscaba en la radio algún tanguito
para bailar. Tuvo que desalojar la esquina cuando demolieron la casa que estaba
ahí. Lo vi deambular por el barrio vecino buscando algún techo perdido debajo
del cual guarecerse. Tal vez por orgullo, o por cuidar su privacidad, nunca
optó por mudarse a alguno de los edificios tomados de la cuadra. La calle
parecía proponerle un hogar libre de ataduras.
Lo saludaba
de vez en cuando. En esos tiempos llevaba la mirada hundida hacia adentro. No
registraba la presencia de ninguno de mis vecinos. En mis pocas salidas,
caminaba como autómata sin detenerme en los detalles del paisaje cotidiano.
Después dejé
de verlo. Hace unas semanas anda de vuelta por la cuadra. Parece que trabaja
con los cartoneros, o por lo menos para en lo de ellos. Paso por allí prácticamente
cada vez que salgo y vuelvo a casa. Nuestros encuentros cotidianos
transformaron el saludo en costumbre. No siempre responde. Hay días que parece
extraviado, ausente. Como si su alma se hubiera fugado hacia abismos
insondables. Sin embargo creo que le gusta que lo salude. Apenas hacemos
contacto visual pronuncia un “hola”, en un tono medio canchero, y sus ojos
brillan mientras baja la mirada haciéndose el distraído.
Hoy cuando
salí de casa lo vi meando en la vereda. Miré en sentido contrario casi por
impulso. Habré pensado que estando de espaldas no notaría mi presencia. Sentí
vergüenza. Me sentí violando su intimidad. Me enojaba también que estuviera
meando en “mi” territorio. Ni bien
terminé de pasar escuché nítidamente su “hola”.
El sonido
de su voz me obligó a girar en dirección suya. Espontáneamente un “hola, ¿qué
tal?” se deslizó por mi boca. Advertí que era la primera vez que le dirigía una
pregunta. Él en cambio actuaba con naturalidad. No parecía sorprendido. Tampoco
mi presencia parecía incomodarlo.
Yo no te
meo la vereda- pensé mientras seguí caminando, todavía molesta. El eco de mi
frase me hizo sentir ridícula. Imposible reconocer los límites de su territorio.
Habitaba un lugar de líneas imprecisas que resultaban por completo evanescentes.
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